Habían pasado cuatro años tras la muerte de mi principal agresor, tres de iniciar mi rehabilitación y ya había recorrido, sin saberlo, la mitad de mi camino de sanación. La etapa más dura. Los cuatro años que aún quedaban ya los veía desde otra perspectiva, porque los cambios en mi interior ya eran evidentes. Yo misma los veía con claridad. Los veía con tanta claridad, estaba tan segura que esta vez si lo iba a conseguir, que decidí realizar una serie de "ceremonias" personales con las que pretendía homenajear de alguna manera la etapa de Rehabilitación en la que me encontraba. Porque además quería celebrar que mi primer psicólogo me había dado el alta, aunque un par de años después tuviera que volver a reforzar otros aspectos de mi sanación. Él consideraba que yo ya tenía herramientas para manejar sola mi SEPT con habilidad y estaba convencido que yo lograría salir de mi trauma con una victoria aplastante. Me sentía grande y poderosa. Por primera vez en mi vida todo adquiría sentido y finalidad. Y de alguna manera yo ya sabía que no volvería a la cueva oscura donde me había ocultado durante toda mi vida.
El primer paso fue hacerme un tatuaje. Es curioso lo del tatuaje. Yo siempre he tenido pánico a las agujas. De pequeña tenía problemas de salud, muchos catarros y gripes, y todo lo solucionaban con inyecciones, normalmente intramusculares, administradas en las nalgas. El practicante de la farmacia de enfrente de casa de mis padrinos ya me conocía bien, incluso venía a casa para suministrarme el medicamento. Era un drama cada vez que él entraba por la puerta. Mi miedo a los pinchazos era tan palpable que llegó un momento en que todos, familia biológica y adoptiva, utilizaban las inyecciones como una amenaza para que me portase bien. Tengo asociado las agujas con un castigo. y hasta los catorce o quince años he tenido reacciones muy violentas ante una aguja: llorar, patalear, sudar... lo que fuera cada vez que tenía un simple análisis de sangre. A partir de mi adolescencia aprendí a disimular (queda mal una chica de dieciséis años llorando por un pinchazo) pero no perdí el miedo. Supongo que por ese motivo no terminé enganchada a la heroína, que en mi época se suministraba principalmente por vía intravenosa. Es la única droga que me negué a probar.
Tres años atrás, cuando ya era plenamente consciente de mis daños, de mis secuelas, y del trabajo que me quedaba por delante, decidí que en el futuro, para conmemorar mi rehabilitación, me haría un tatuaje. Siempre me gustaron los tattoos, pero por mi miedo a las agujas nunca me hice ninguno, y pensé que cuando estuviera recuperada también habría logrado perder (o al menos controlar) ese miedo. Me dije: “Cuando lo haga, será señal de que estoy cerca de mi sanación y me recordará que ya no tengo miedo”. Presentía que no faltaba mucho para esa sanación a pesar de que una parte de mí se resistía a creer que fuera así, y al final me lo hice: un gato. Lo elegí en homenaje a mi Madrina que por razones que no puedo explicar aquí la tengo asociada con ese animal, y en su honor decidí hacerme el felino. De esa manera quedaban inmortalizados los pasos que he dado hasta llegar donde estoy y recordar que ella fue una de las personas que me ayudó a sobrevivir.
La segunda ceremonia la celebré, pocos días después de hacerme el tatuaje, en el cementerio ante la tumba de mi padre. Mi primera idea fue buscar algo simbólico que representara a mi padre, un objeto o una prenda que pudiera “devolverle”. Cuando lo encontré, me llegó la inspiración de escribir una última carta a mi padre. Una carta de despedida que podía leerle mientras depositaba el objeto sobre su nicho. Tras estos años de terapia, mi psicólogo sabía que escribir era terapéutico para mí. Así que en numerosas ocasiones sus “deberes” para hacer en casa consistían precisamente en escribir cartas a todo aquello que necesitaba trabajar en ese momento. Cartas al miedo, a la culpa, a mi autoestima, a mis Padrinos, a mi familia…. Y cómo no, a mis agresores. Esa etapa epistolar ya estaba finalizada, pero mientras pensaba en la ceremonia simbólica que yo quería celebrar, tuve la idea del escrito. Transcribo, ligeramente modificada para preservar la intimidad de algunas personas omitiendo algún párrafo, la misiva que leí ante su sepultura:
Hola papá, he venido a despedirme.
Tras varios meses de intercambio de mensajes conmigo misma, imaginando tu respuesta a mi primera carta -que leí aquí hace dos años- y dándote posteriormente contestación como me recomendó mi psicólogo, he decidido dar por terminada mi relación contigo como padre. Es gracioso, he “hablado” contigo más en estos meses que en toda nuestra vida. Y he podido constatar que gracias a ello he conseguido dar grandes avances en mi recuperación. Porque con esos escritos he podido aclarar mi mente, entender tus pensamientos, dar cabida a mi dolor y finalmente comprender que en todo esto yo he sido la víctima -por más que alguno se empeñe en lo contrario- y como víctima he decidido no volver a sentirme culpable de lo que hiciste en mi infancia ni de lo que hice después, que sin duda fue consecuencia de lo anterior. Por fin he comprendido que todo esto ha sido una enorme estafa, un engaño, una gran representación de mi vida en la que todos han jugado su papel y que yo me creí a pies juntillas. Un espectáculo en el que tú tomaste el papel protagonista sin consultar con nadie, y en el que hoy te cancelo el contrato.
El otro día encontré tu reloj. Recuerdo que me lo regalaste por mi Primera Comunión. Fue mi primer reloj, algo que para mi generación significaba algo así como una graduación. Los niños nos diferenciábamos entre los que tenían reloj y los que no, entre los que sabían leer la hora en una esfera y los que no. He guardado ese regalo hasta ahora, y me sentía orgullosa de conservarlo. Qué irónico, guardar el recuerdo de la persona que más daño me ha hecho. Otra de las dicotomías en las que vivimos los ASI, amar y odiar a la vez a nuestro abusador. He amado y conservado tu regalo hasta ahora. Hasta ahora, porque en el momento en el que me encuentro, en la etapa de limpieza que estoy experimentando, entre otras decisiones importantes he decidido no conservar nada de lo que tu me has dejado como legado en mi vida. los recuerdos no los puedo eliminar, pero tras mi proceso de sanación estoy consiguiendo que ya no me duelan. El resto te lo reembolso. Y por lo tanto te devuelvo el único regalo físico que conservo de ti. Es curioso, pero creo que es el único regalo que recuerdo de ti. Perdona si lo encuentras en mal estado. Ya te dije que me encontré el reloj el otro día y he decidido utilizarlo en una ceremonia que me he preparado para mí misma, para celebrar el final de una etapa.
Decidí que la ceremonia consistiría en buscar un objeto que te hubiera pertenecido, un regalo o algo que tuviera mucho significado para ti -el reloj me pareció una gran idea- y devolvértelo en las mismas condiciones en las que tú me hubieses conservado si yo hubiera sido un objeto de tu propiedad. Algo que sin duda me considerabas dado el trato que me diste. Y como puedes comprobar no me he limitado a meterlo en un estuche para entregarlo. Tomé la maza de la caja de herramientas y lo golpee. Primero tres veces, después otras tres. Finalmente reconozco que la ira salió a mi encuentro y lo golpee con furia hasta destrozarlo. Porque eso es lo que hiciste tú con mi vida, destrozarla. ¡Quién sabe! Tal vez encuentres en tu infierno a un relojero que consiga pegar y colocar todos los cachitos de esta bolsita para hacer que vuelva a funcionar. Por mi parte me ha llevado años, pero soy buena reparándome.
Y aquí estoy, leyendo esta carta de nuevo ante tu tumba, como hice con la anterior, y depositando los restos de tu regalo sobre tu lápida. Y con ese regalo espero devolverte todo el dolor que me infringiste, todas las lágrimas que derramé y todo el odio o el amor que pueda albergar mi corazón hacia ti. No quiero nada tuyo, no quiero nada que proceda de ti. Me quedaré con mis recuerdos y ya será demasiado peaje para mí, pero los acarrearé con el orgullo de un guerrero que muestra las cicatrices de una batalla épica. También te devuelvo la culpa que he cargado durante años y que es responsabilidad exclusivamente tuya. Te devuelvo la vergüenza que tu nunca has tenido de someter a tu hija (a tus hijos) a vejaciones innombrables. Te devuelvo tu responsabilidad como padre y declaro que a partir de ahora te considero mi padre biológico sólo porque un espermatozoide tuyo llegó a fecundar el óvulo de mi madre, pero nada más. Porque dispusiste de esa vida que tu mismo creaste actuando como un dios de cuarta categoría, caprichoso y tirano que me utilizó sólo para su disfrute. La palabra “Padre” te queda enorme. Yo no tengo ni idea de qué es un padre. No sé qué debe hacer un padre, no sé que consejos da, o si ayuda en los deberes, o si te arregla la bicicleta o los patines. No tengo ni idea. Pero estoy segura que no se parece en nada a lo que tu has hecho. Menos mal que no has sido la única referencia paterna de mi infancia. El padre y el hermano de mi Madrina, también lo fueron, y he de decir que mejor que tú. Porque ellos sí me enseñaron cosas buenas. De ellos sí guardo un buen recuerdo. A ellos si puedo devolverles el cariño que me entregaron.
¿Sabes? Una vez intenté ponerme en tu lugar, intenté saber qué podías sentir tú para ver si así conseguía arrancar algo que entregarte, y buscando en el fondo de un armario, encontré un poco de lástima, a penas nada. La encontré imaginándote solo en casa, buscando mi numero de teléfono el día de tu última llamada, aprovechando que no hay nadie cerca para oírte pedir algo por favor. Pero me duró muy poco. Unas horas nada más. Después volvió la apatía, la desidia, la indiferencia. Y hoy he venido a despedirme. He venido a decirte que ya no eres nada para mí, no significas nada. Eres casi como esas viejas fotos de familia de las que sólo conocemos a unos pocos miembros de la composición y el resto son absolutos desconocidos para nosotros que se retratan ante la casa de los abuelos, y que al no conocerlos, nos parecen extraños que se han colado en la foto familiar. Te has convertido en un recuerdo del pasado que ya no me supone ningún esfuerzo manejar. Se acabó. Tu sombra ha desaparecido. Ya no te tengo miedo.
Pero antes de irme, quiero decirte algo importante. Si creías que con este acto las deudas quedaban saldadas, que con mis devoluciones quedábamos ambos satisfechos, que al descargar mi saco de culpa sobre su legitimo dueño, el gesto daría paso al perdón, ese del que todo el mundo habla tan a la ligera, te equivocas. No te perdono y no lo haré jamás. Ya te he olvidado como persona y como padre, ya no significas absolutamente nada para mí, por lo tanto no necesito perdonarte y me siento en mi legitimo derecho a no hacerlo. En vida no hubo justicia humana, tus actos quedaron sin castigo, por lo tanto me siento en mi derecho a tomarme la justicia por mi mano y esta es mi sentencia: No te perdono. Que dios, si existe, lo haga. Yo he decidido condenarte a la indiferencia.
Quedas despedido como el padre que nunca fuiste.
Adiós.
Hasta aquí mi carta, que tras su lectura rompí en mil pedazos y los guardé para echarlos al fuego en la hoguera de la Noche de San Juan que sería en poco menos de dos meses. Una tradición que en mi tierra se utiliza para quemar las cosas que no sirven y renovar las esperanzas. Bueno, para ser exactos, la quemé el día del solsticio de verano, en la noche más corta del año para el hemisferio norte, que no siempre coincide con la festividad de San juan.
Recuerdo el reloj del que hablaba en mi escrito. Era de caja de acero, como decían los anuncios de la época, para reseñar que el producto era resistente y duradero. No tenía cuerda, era automático y funcionaba con el simple movimiento de la mano. La ruedecita por lo tanto sólo servía para cambiar la fecha, que estaba en una pequeña ventana donde en otros relojes se situaba el número tres. Su correa también era metálica, todo de tono plateado y ligeramente pesado en la muñeca. Hacía mucho tiempo que ya no funcionaba. Con los años le había cambiado la pulsera por otra similar y cuando su mecanismo dejó de funcionar definitivamente tras el diagnóstico del joyero al que lo llevé, guardé el reloj como una joya valiosa, porque me dijeron que en su época debió costar mucho dinero, calculaban que aproximadamente más de la mitad del sueldo de mi padre si hubiese trabajado para una empresa contratada.
Definitivamente estaba en la etapa final de mi Rehabilitación. Aún me daba vértigo escribir estas palabras, aún creía que el sueño se iba a terminar e iba a despertar en cualquier momento. Pero la única forma de vencer el miedo es dejar de correr, darse la vuelta y enfrentarse. Esto es lo que yo hice, y a fe que lo he conseguido. El tatuaje y el reloj en realidad han sido un símbolo, una representación, la manera de hacer palpable y real mi miedo. El miedo a mi padre que estaba convencida que no perdería jamás, que su sombra siempre me envolvería, que su recuerdo me encogería el corazón. El miedo ha sido un horrible compañero de viaje que me ha hecho perder muchas cosas por el camino, pero lo había dejado atrás. No sabía lo que me deparaba el futuro pero de momento había encontrado por fin mi vida y se había cumplido uno de mis mayores deseos desde niña: Vivir sin miedo.
Hoy era el gato. Y me acababa de comer al ratón.
"–Se han cambiado las tornas. Ahora yo soy el depredador– Dijo el Gato con Botas. Y se comió al ogro transformado en ratón”
Fragmento de la adaptación del cuento popular “El Gato con Botas” recopilado por Charles Perrault (1628 – 1703) Escritor francés.